“Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las no menos funestas es la que nace de suponer que nuestra patria es una nación homogénea”, alertaba Ignacio Ramírez, El Nigromante, en el Constituyente de 1857. “Levantemos ese ligero velo de la raza mixta que se extiende por todas partes y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundir en una sola”, exhortaba. Pese a sus argumentos siguió la ficción constitucional de la homogeneidad cultural.
Sin embargo, era una voz que reconocía lo que los fundadores de la nación habían eliminado por decreto. Y es que, en la Constitución mexicana de 1824, los indígenas no figuraron. “Esos cortos y envilecidos restos de la antigua población mexicana”, como calificara José María Luis Mora, uno de los intelectuales de la época y diputado, aunque despertasen compasión “no podían ser la base de una sociedad progresista”.
En 1917, el artículo 27 reconoció a los pueblos la propiedad comunal de la tierra. Después fueron nuevamente invisibilizados.
En 1992 finalmente la Constitución reconoció que México es una nación pluricultural sustentada en sus pueblos indígenas. Y en 2001 se reforma el artículo 2º constitucional para reconocerle a pueblos y comunidades un conjunto de derechos. Sin embargo, tal reconocimiento es acotado, pues estableció que eran sujetos de interés público, es decir sujetos de atención del Estado, pero sin capacidad para ser titulares de derechos y obligaciones.
A la par de estos procesos, en 1948 se crea el Instituto Nacional Indigenista. Este organismo surge con una impronta integracionista: ya que el exterminio no había sido posible, habría que “integrarlos a la cultura nacional”. En 2002, el INI se transforma en la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas. La CDI busca, ante el fracaso de la integración cultural, al menos incorporarlos al desarrollo y sacarlos de su miseria y marginación. En ambos casos la visión que guiaba a la política estatal era asistencialista, paternalista y pobrista. Esto es, el indígena es pobre, de sí, y sólo merece atención en cuanto a esa condición.
En la historia mexicana, hay pues tres etapas de la relación del Estado con los pueblos indígenas: su eliminación como pueblos y culturas; su asimilación a la cultura nacional –por ello, una política fue acabar con sus lenguas e instituciones—; su incorporación al “desarrollo” pues, desde esa óptica, constituyen el sector más atrasado del país.
Pero, hay también una permanente muestra de lucha y resistencia de pueblos y comunidades que se aprecian en las rebeliones; en la preservación de sus sistemas de organización política y social; en la movilización social; en la defensa de su territorio, en la manifestación permanente de sus lenguas y culturas.
¿Qué sucederá en la relación del Estado con los pueblos indígenas en la llamada la Cuarta Transformación? Es una incógnita que empezará a despejarse el 1 de diciembre, sin embargo, se han enviado las primeras señales.
Recién fue aprobada la Ley que crea al Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas. Lejos de ser un remozamiento de la fachada de un organismo público, tan característico en los relevos sexenales, su contenido muestra un viraje profundo en la concepción estatal.
El reconocimiento de pueblos y comunidades indígenas como sujetos de derecho público, la transversalización en la política estatal, el fortalecimiento del derecho a la consulta y la perspectiva de derechos, como guía de actuación del organismo, no son asuntos menores.
Cierto, no es la panacea que resolverá todos los problemas. Hay muchos pendientes: el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés; una profunda reforma constitucional en materia indígena; la homogenización legislativa con los instrumentos internacionales; el diseño y la implementación de políticas públicas con una visión intercultural; el fortalecimiento normativo y práctico del pluralismo jurídico; la consolidación del derecho a la consulta; el respeto pleno y real a la libre determinación y la autonomía; garantizar la integralidad de sus tierras, territorio y cultura, entre otros.
La tarea no es menor ante una estructura normativa e institucional con una impronta racista. Ni lo es tampoco, ante un cúmulo de intereses, de prejuicios sociales, de un modelo económico neoliberal y exctractivista, de homogeneización cultural, que juegan permanentemente en contra del reconocimiento.
“¿Queréis formar una división territorial estable con los elementos que posee la nación? Elevad a los indígenas a la esfera de ciudadanos, dadles una intervención directa en los negocios públicos”, decía en 1857, El Nigromante, durante el debate que precedió a la promulgación de la Constitución federal. 161 años después ese paso ha sido dado.
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